30 años de memoria en La Palma

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El 9 de mayo de 1994 se exhumaron en La Palma a las primeras víctimas de la Guerra Civil, siendo la primera vez en España que esto se producía de forma no fortuita y con supervisión judicial. La historia que lleva a esta conclusión nace del odio, crece en silencio y encuentra en la culpa el paso decisivo para convertirse en un relato de perseverancia y amor.

Cuando Cándido M. estaba en su lecho de muerte tomó una decisión, iba a contar un secreto que había guardado durante casi 60 años. Quizás fue la culpa, quizás le acompañaban los remordimientos o quizás al repasar su vida encontraba un borrón en un episodio en el que él fue protagonista y que, en la medida de lo posible, quería subsanar.

 Ese secreto estaba guardado desde el funesto otoño de 1936. Eran los primeros meses de la Guerra Civil española y La Palma estaba marcada por el miedo y la muerte. En aquellos días el toc toc de la puerta había dejado de ser el sonido cordial de la visita y el café, para convertirse en un sonido temido. Por una parte, podía sonar porque se reclamaba al frente al joven de la casa, enviados a luchar a La Península en un bando no elegible. Muchos vieron sellado su destino lejos de su isla, noticia que cuando llegaba también iba precedida de un fatídico toc toc. Por otra parte, las puertas también resonaban o directamente se tiraban abajo cuando alguien había decidido que allí vivía o se escondía un “elemento subversivo”. La nueva España que Franco aspiraba a construir no tenía espacio para enemigos de la patria. ¿Quiénes eran esos enemigos? Básicamente, cualquiera a quién el párroco, falangistas, derechistas locales o algún vecino o pariente insidioso decidiese señalar.

Después del final de la Semana Roja y en los meses siguientes, particularmente tras la llegada del sanguinario Dolla Lahoz, muchos decidieron que no iban a esperar tras la puerta y se lanzaron al cobijo de los montes. Los alzados de La Palma superaron el centenar, se escondían de un destino que en aquel otoño de 1936 era potencialmente fatídico. Entre ellos estaba el alcalde elegido democráticamente de Los Llanos de Aridane, el socialista Francisco Rodríguez Betancor, que se ocultó en la Caldera de Taburiente junto a otras destacadas figuras de la izquierda aridanenese.

En esta situación cada vez más precaria, sobrevive durante algunos meses hasta que es detenido. Junto al alcalde, estaban José Ruperto Rodríguez León, concejal y presidente de la Unión de Trabajadores de Los Llanos de Aridane, Antonio Fernández Acosta, presidente de la Unión Obrera de Argual, Antonio Hernández González, músico de la banda municipal y Manuel Peña, también miembro de la banda y sindicalista. El grupo corrió la peor y más brutal de las suertes. En pleno fervor represivo por mediación y orden de la figura de Ángel Dolla Lahoz los detenidos ni siquiera pasaron por las dependencias de la prisión de Los Llanos de Aridane, ninguno de sus nombres figura en el libro de registro. Alfredo Mederos recoge una comunicación entre el líder municipal de Acción Ciudadana y el líder insular al que se le comunicó la detención, este último fue claro: Dolla no quiere prisioneros.

La suerte de Rodríguez Betancor parecía marcada desde hacía tiempo, más allá de la oleada de odio, venganza y en muchos casos oportunismo dirigida hacia cualquier figura que simpatizase con las izquierdas, o incluso que meramente se resistiese al nuevo orden impuesto. Las derechas locales habían marcado al alcalde de Los Llanos de Aridane por irrumpir y detener una reunión clandestina en la que participaban 71 personas, lideradas por Fernando del Castillo-Olivares el 20 de marzo de 1936. Los participantes fueron detenidos y trasladados hasta la escuela municipal de El Retamar (actual sede de la Banda Municipal de Música). El sentimiento de humillación sufrido por los que se seguían sintiendo dueños del municipio ante este hecho, tendría una traducción funesta meses después cuando detuvieron por la fuerza a Rodríguez Betancor.

Cándido participó en la ejecución sumaria, en el tristemente célebre Pino del Consuelo la comitiva que llevaba a los prisioneros se detuvo. Allí los mataron con violencia y allí permanecería sus cuerpos hasta la primavera de 1994, cuando en sus últimos días este ejecutor se encargó de que les hicieran llegar a los hijos de Francisco Rodríguez Betancor, que nunca olvidaron a su padre, el paradero de este en los montes de Fuencaliente.

Con la nueva información los hijos de Paco se sintieron más cerca que nunca de la posibilidad de encontrar los restos de su padre. Acudieron a la abogada María Victoria Hernández, que les guió en el procedimiento de solicitar la intervención judicial en el caso, siendo un ejercicio pionero en la búsqueda de desaparecidos de la Guerra Civil, en un momento en el que no existían protocolos y se actuaba como si de cualquier tipo de desaparición se tratase.

Verse tan cerca del encuentro pudo con la paciencia de los hijos de Rodríguez Betancor, que tantas décadas llevaban esperado. Las diligencias del juzgado eran lentas, por lo que ellos mismos se esforzaron en cavar clandestinamente en el lugar que por la confesión de Cándido habían conocido. El 7 de mayo de 1994 desenterraron el secreto, desenterraron a su padre, si bien como el tiempo es caprichoso esto pasó un sábado, por lo que decidieron esperar al lunes, un día más en silencio, para finalmente comunicárselo en su despacho a su abogada María Victoria Hernández.

La sorpresa de la actual cronista municipal y ex diputada del Parlamento de Canarias ante la revelación de sus clientes se apaciguó ante la necesidad de tener que informar de inmediato a la jueza que llevaba la causa, María del Mar Sánchez Hierro, que por suerte fue comprensiva con la impaciencia de Aquiles, Sigfrido y Juan Rodríguez Acosta por encontrar a su padre. Es así como en comitiva se dirigen las autoridades judiciales acompañadas de la Guardia Civil al lugar del encuentro, allí terminan la labor empezada dos días antes y desentierran los restos de cinco personas. A falta de la confirmación oficial del ADN y en base a lo resuelto por el Instituto Anatómico Forense, los restos pertenecían a Francisco Rodríguez Betancor, José Ruperto Rodríguez León, Antonio Fernández Acosta, Manuel Peña y Antonio Hernández González. Así, el 9 de mayo de 1994 se produce por primera vez en España, la que con la información actualmente disponible, es la primera exhumación de desaparecidos de la Guerra Civil con supervisión judicial de forma no fortuita.

Esta historia está marcada por la imposibilidad de olvidar. Por un lado, el victimario que en sus últimos momentos seguía recordando lo que por uno u otro motivo había hecho una noche de noviembre de 1936. Por el otro lado, la historia de las víctimas, los hijos que crecieron sin un padre al que nunca olvidaron, que vieron los padecimientos de su madre, Consuelo Acosta, para sacar adelante a sus 6 hijos después de que le arrebatasen de su vida al hombre con el que esperaba criarlos y envejecer. A día de hoy, queda recordar y asumir como un mandato lo que Sigfrido y Aquiles, ya fallecidos, dijeron en el documental Huesos de La 2 de RTVE en 2006: Hay que luchar, seguir buscando, que aparecen.

*Eduardo Barreto Martín es politólogo y jurista por la Universidad de Salamanca y actualmente investigador doctorando en esta misma universidad

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