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'El arte de invocar la memoria': desenmarañar la madeja del tiempo

Esther López Barceló en una imagen de archivo durante una entrevista / Jesús Císcar

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En la cubierta, roja, hay un par de zapatos. Unos zapatos viejos, hechos trizas, de los que apenas se conserva la suela, el tacón y la hebilla. No tienen dueña. Bueno, sí la tienen, pero no sabemos quién. Podrían ser de su abuela, de cualquier mujer que fuera joven en España en los años 30, o podrían ser de Vicenta Mena Mahíques y de Rosa Climent Grimaldo, fusiladas y enterradas en la fosa de 115 del cementerio de Paterna, donde se encontraron.

La imagen acompaña el ensayo El arte de invocar la memoria (Barlin Libros), de la historiadora Esther López Barceló, un texto breve en el que se asoma a la herida abierta de nuestro país. “Los zapatos activan el dispositivo de nuestras memorias particulares para conectarnos a una memoria compartida”, escribe López Barceló, que ve la exhumación científica como proceso comunitario que forma parte de la reparación.

Recuperar los cuerpos amados es vital. Quién ha sufrido una pérdida sabe de la importancia del ritual de despedida para poder vivir con la herida; la herida no desaparece, ni siquiera cicatriza, nos acompaña. Cuando se niega este duelo, se convierte en algo terriblemente doloroso para el individuo, a menudo patológico, pero en algo aún mayor para la colectividad: “Cuando los victimarios negaron a sus víctimas la posibilidad de una tumba, no solo buscaban ocultar las pruebas del crimen, sino también vedar el duelo a quienes les sobrevivieron(...) [el Franquismo] sí se preocupó en cerrar las heridas de los suyos (....) el culto a los caídos era un elemento legitimador de la cruzada”, con su máximo exponente en el Valle de los Caídos. La retórica del vencedor y del vencido que se mantiene casi un siglo después.

“Hay una voluntad deshumanizadora en la forma de depositar los cuerpos en la tierra”, “como perros”, recoge López Barceló, que lleva años trabajando en la exhumación de fosas y en la divulgación de la memoria democrática. “La memoria es búsqueda”, sostiene en el ensayo, que combina la historia con la búsqueda de un tono poético, metáforas que puedan expresar lo que implica sacar los cuerpos de la tierra, entregarlos a sus familias, las leyes que lo posibilitan y las que buscan impedirlo. “Si empleamos la voz memoria es porque no sabemos cómo nombrar todo ese tiempo quebrado que quedó tras las desapariciones”, apunta, para después añadir: “Al descubrir la fosa, les devuelven el nombre, la vida en muerte”.

Barceló escribe siempre consciente de que forma parte de una genealogía, de que su voz es resultado de quienes la preceden. Por eso sus escritos están llenos de referencias, veladas o explícitas, y dedica sus páginas a saldar la deuda pendiente: artículos, novelas, poemas o charlas con familiares refutan su búsqueda. Incluso dedica un capítulo a una serie de propuestas artísticas para “hacer memoria de la denuncia social” y “la búsqueda de una reparación simbólica”. Ella añade: “siempre escribo desde la duda”.

Junto a lo científico, a lo académico, muestra también lo humano, lo que se esconde en los detalles. Por ejemplo, el cuaderno que el escritor Miguel Martínez del Arco describe en su novela La memoria del frío, un código clandestino de abreviaturas que usaban las presas comunistas. En Segovia, en la Cárcel de las ventas, una veintena de presas crearon un lenguaje basado en las guías de costura, en las notas para hacer calceta. “Existe una unión indisoluble entre las mujeres y la memoria de los pueblos”, apunta. También se detiene en las notas sobre los muros, grafitis primigenios que dejan constancia de quién y cómo vivió una guerra, las pistas que determinan qué sucedió en un lugar.

Volvamos a los zapatos. ¿Por qué esa importancia sobre las cosas? ¿Por qué emocionan un colgante, un reloj, un sonajero en un bolsillo? Los objetos que se encuentran en las fosas nos hacen completar los cuerpos mentalmente; a veces, ponemos carne a una fotografía; a veces, inventamos la forma de un anónimos; a veces, rellenamos el espacio con nuestros familiares. Nos llevan a la pregunta que fuerza el pensamiento empático: ¿Podrían haber estado ellos en este lugar?. Los objetos recuperados en las fosas no forman parte del patrimonio cultural, recuerda la autora, que reivindica que deberían estar en un museo, como hizo el pasado año La Beneficiencia de Valencia en el Museo Etnológico y el de Prehistoria. Un objeto recuperado habla si se le hacen las preguntas adecuadas, puede indicar la época, propiedad, hábitos. Una pared habla si uno se detiene a observarla. La tierra da pistas sobre lo que la precedió. Solo hay que saber y querer mirar.

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